"Mañana es la única utopía"

Frecuentemente me preguntan que cuántos años tengo...

¡Qué importa eso!.

Tengo la edad que quiero y siento. La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso. Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo desconocido. Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis
deseos.

¡Qué importa cuántos años tengo!.

No quiero pensar en ello. Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo. Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi
corazón siente y mi cerebro dicte.

Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer lo que
quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen por qué decir: Eres muy joven, no lo lograrás.

Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero con el interés
de seguir creciendo.

Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y
las ilusiones se convierten en esperanza.

Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa de
consumirse en el fuego de una pasión deseada.

Y otras en un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos
alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé
al ver mis ilusiones rotas... valen mucho más que eso.

¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta!.

Lo que importa es la edad que siento. Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos. Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia
adquirida y la fuerza de mis anhelos.

¿Qué cuantos años tengo? ¡Eso a quién le importa!.

Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y
siento

José Saramago

Convicciones y liderazgo

Podemos definir convicción como convencimiento, idea u opinión religiosa, ética, o política a la que uno está fuertemente adherido.

Si bien a diario nos encontramos con quienes parecen no tener convicciones, en todo ser humano existe una conciencia, elemental y básica, que le permite distinguir entre lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer.

Así, tenga o no condiciones para hacerlo, quien ejerce un liderazgo no debería carecer de un mínimo de convicciones, aunque sean débiles, a las cuales adhiere. Y contando con ellas, no puede no tener el valor y la firmeza para sostenerlas y demostrar la coherencia entre lo que piensa, dice y hace.

Ningún líder puede eximirse de esa responsabilidad sin caer en el riesgo de transformarse en una nave sin timón, expuesta funcionalmente a los vientos que soplan más fuerte, que no siempre son los mejores vientos, ni tampoco llevan a buenos puertos.

Sin pretender entrar en disquisiciones filosóficas, podríamos hablar entonces de una ética de la intención, una ética del discurso y una ética de la acción, que siempre deberían coincidir. Volvemos así a la coherencia indispensable a la que hacíamos referencia, y todo concluye en una ética de la responsabilidad.

Nadie puede ser digno de ejercer un liderazgo cuando los resultados no resisten un planteo ético y contradicen, o van en contra de lo que se dice e incluso de lo que está expresamente normado. No alcanza con predicar una ética de principios. Se termina cayendo en una concepción política orientada fundamentalmente a los resultados y totalmente desconectada de una moral personal e institucional.

Por todo ello resulta sumamente imprescindible, si no queremos que nuestra organización quede vacía de contenido y comience a decrecer, o peor aun, tenga un crecimiento que no coincida con su espíritu fundacional, resucitar la Prueba Cuádruple, código de ética adoptado por Rotary International en 1943, y revalorizar su significado y aplicación:

De lo que se piensa, se dice o se hace

1º ¿Es la verdad?
2º ¿Es equitativo para todos los interesados?
3º ¿Creará buena voluntad y mejores amistades?
4º ¿Será beneficioso para todos los interesados?

“Por sus frutos los conoceréis...”


Diego F. Esmoriz
Director Editor